Recuerdo el primer día que desperté vestida tan solo con tu
camiseta, mareada en tu cama, aspirando tu olor en la almohada. Me peiné con
los dedos, había manchas de carmín y rímmel en las sábanas: me dí cuenta de que
aún iba maquillada y tuve que orientarme de nuevo.
-Buenos días
-Por fin te despertaste. ¿Tienes hambre? Es tarde. Desmaquíllate, anda, que te llevo a desayunar.
-Llévame donde quieras, pero me voy con tu camiseta.
Me sonreíste y supe que, tal vez, podrías ser tú.