Un humilde blog

lunes, agosto 16, 2010

Mi relato que no ganó un concurso ;)


Transistor.


Se tumbó. Esperando a que afuera, el mundo cayera en forma de lluvia. Hacía frío, y el viento húmedo se colaba por las rendijas de las ventanas, mal selladas.

Un ‘pi’. Dos, tres y cuatro… son las doce, las once en Canarias. La radio de su abuelo se escuchaba a través de la pared. Siempre la misma emisora, siempre las mismas voces, la misma música de gramófono y tangos de Gardel. Nicolás había trabajado en la radio, había pasado casi toda su vida entre micrófonos, noticias y noches sin dormir. Cigarro tras café, café tras cigarro su voz se propagaba por las ondas, y los papeles se amontonaban en la pecera, donde locutaba, sin descanso, todas las noches. La guerra fue difícil.

-Y el franquismo, hija. Vivir lejos es difícil, y que no te dejen hacer lo que quieres, también.


Nicolás se revolvía en su sofá cuando escuchaba algo que no le gustaba, y mascullaba entre dientes, pero nunca insultaba. Sofía jamás le escuchó. Fruncía el ceño, gruñía, y se le pasaba el enfado.

Su abuelo cumplió el servicio militar en Huesca: siempre contaba el frío que pasaba y lo comparaba al de su casa, cuando alguien cercano se quejaba de la temperatura.

- Eso sí que era frío…

- Abuelo, ¡cuenta lo de la corneta!

Y se reía. Porque un compañero suyo tocaba la trompeta y se le hinchaban los carrillos. Tanto, que sus camaradas se reían a carcajadas y no podían evitar saltarse el silencio de rigor, ganándose más de un arresto.

Ahora era un poco más serio. Pero también se reía escuchando las voces que salían del altavoz del transistor. Y roncaba junto a él.

- Mi abuelo siempre duerme con la radio encendida.

Sofía no lo podía comprender. A ella cualquier ruido le hacía sobresaltarse. Aunque el transistor del abuelo, entrando con eco por la pared de su habitación, le hacía sentir en casa.


Nicolás no podía vivir sin su radio, pero un día dejó de funcionar. Así, sin más. Los aparatos, a veces, se estropean de viejos, del uso. Sofía sólo había visto a su abuelo triste cuando se murió María, su mujer. Por eso su nieta, en cuanto se enteró, salió a la calle con unas cuantas monedas y le compró un transistor parecido, y aunque Nicolás se alegró, la abrazó y miró la nueva radio con ilusión, jamás se deshizo del viejo aparato. Sofía siempre sospechó que era un regalo de alguien muy querido.

- Quizás de la abuela María…

Sofía adoraba dibujar y a veces, cuando se cansaba, miraba fijamente a su abuelo. Podía observarlo durante horas. La radio de fondo, dibujaba el marco de su hogar. Un hogar acogedor, con alguna riña que otra y más sorpresas de las esperadas.


Sofía hacía rabiar al abuelo, cambiándole la emisora. Sintonizaba la radiofórmula más moderna. Los últimos temas sonaban y hacían que Nicolás frunciera el ceño, otra vez, entre enfadado y divertido.

- Sofía…

Pero giraba la ruleta y otra vez, las voces de siempre.

- Háblame de la radio, abuelo.

- Ahora no, Sofía. Estoy escuchándola.

- Por favor…


Y es que su nieta se conformaba con una anécdota. Dos, a lo sumo. Y se quedaba tan contenta. Presumiendo en el colegio de la que había sido la profesión de su abuelo, y locutando en cintas vírgenes, noticias leídas del periódico. Otras veces presentaba su canción favorita. Y luego la cantaba, claro.

Poco a poco, Sofía descubrió la magia del sonido, de la palabra y la música, de poder construir una historia sólo con el medio sonoro…


Un día el abuelo Nicolás también dejó de funcionar. Como el transistor. De viejo, del uso. Sofía rescató su radio. El transistor viejo y también el nuevo. Los enterró en la montaña favorita de su abuelo. Donde la llevaba de pequeña.

- Es la montaña más peligrosa de todas. Dicen que hay lobos, osos y hasta linces.

Le contaba a la niña. Y Sofía temblaba de miedo y de emoción. Aunque no sabía muy bien qué clase de animal era un lince.


-Pues mi abuelo era radiodista. – contaba la niña en clase a sus amigos.

-¿Y eso qué es? – le respondían con desconfianza los compañeros

-Ay, pues que habla por la radio y es periodista… - contestaba orgullosa Sofía, contando el invento de su abuelo.

Echándole de menos, Sofía creció. Y se interesó por el periodismo. Una carrera, muchas prácticas, becas, fotocopias y cafés… le costó mucho llegar a su puesto, donde podía hablar ante su micrófono para miles de personas que le escuchaban cada día. La radio también se convirtió en su vida.


Cuando aún era becaria en la emisora, le preguntó a su jefe por los archivos sonoros: finalmente Sofía se vio obligada a contarles a los técnicos la historia del Abuelo Nicolás. Como en el cole, siempre le ponía un adorno más cada vez que la relataba, pero lo hacía sin querer.


Los más mayores aún recordaban esa voz que arañabalas ondas… la voz profunda, rasgada y ronca de aquél hombre que jamás se cansaba de trabajar.


Encontrar algunos fragmentos de aquellos programas fue el gran descubrimiento de la joven periodista: se sentía como si, de repente, volviera a tener 10 años. Con la misma ilusión de alguien que encuentra el secreto de su infancia, lo que siempre había querido escuchar: sus raíces, su razón de ser

.

La voz viaja, y a veces se queda en el tiempo, y en la memoria. No siempre las palabras se las lleva el viento, y Sofía aún recuerda al viejo afable, pegado a su transistor y tan enamorado, como ella, de la radio y de su magia.

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